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nuestros mayores

Vivimos en una sociedad que ha realizado grandes conquistas y alcanzado grandes metas. Pero, para ello, se ha tenido que pagar un alto precio y orillar en el camino muchos valores hoy irrecuperables. Por ejemplo, el de la experiencia vital de las personas mayores. Pues la historia enseña que quien desdeña su pasado pierde su futuro. Porque el ser humano no sólo transmite vida, sino también los valores de la especie necesarios para contribuir a su evolución y evitar eslabones perdidos, como ocurre en otras especies animales. La vejez es el mayor tesoro al que se puede aspirar en este mundo: coronar nuestra experiencia. Y, en cuanto es una edad poliédrica, puede ser considerada desde muchas perspectivas, como un fenómeno biológico, socio-cultural y metahistórico.

La primera reflexión que conviene hacer es la de que todo ser humano llega a este mundo con una temporalidad finita debajo del brazo. Por carecer, carece hasta de espacio; a todo recién nacido hay que buscarle un lugar. Pero el espacio y el tiempo son dos coordenadas que pertenecen a planos distintos. Y, si los relacionamos, es por el hábito que los mortales tenemos de hablar del espacio con el idioma del tiempo. Nos lo imaginamos como una sucesión de acciones, como fotogramas de películas. Y, si preguntamos dónde está el tiempo, la respuesta será: en el espacio. Así, cuando pensamos en el pasado o en el futuro, no podemos sino imaginarlo en algún lugar. El primero de ellos, detrás; y el segundo, delante.

Así, pues, si la naturaleza humana es la de un ser vivo-mortal, la vejez tiene que ser consecuencia inevitable y natural de la existencia del tiempo. En efecto, desde que nacemos, vamos envejeciendo. Al principio se crece y luego se madura hasta que, transcurrida la meseta de la adultez, comienza una etapa de declive y de desgaste psicofísico que va dejando huellas en el carácter y en lo físico al tiempo que también va esculpiendo nuestra figura. Por ello, todas las culturas y sociedades han distinguido en el ciclo vital de la especie humana al menos cuatro fases: infancia, juventud, madurez y vejez. ¿Quién no recuerda el enigma griego de la Esfinge sobre “cuál era el ser que anda primeo con cuatro, luego con dos y después con tres patas y que se vuelve más débil cuanto más patas tiene”?

Y, como el lapso vital de los seres vivos es irreversible, los humanos tendemos a llenarlo con episodios de los que nos servimos para medir retrospectivamente nuestra frágil temporalidad. De manera que, si se vive de acuerdo con valores positivos, el ser humano se hará cada día más sabio; si se ha vivido una vida sin metas, de mayor será un anciano vacío. Si se cuida la salud, será un mayor saludable. Como escribió Marco Tulio Cicerón en De senectute (44 a. C.), “la falta de fuerzas en la vejez se produce más a menudo por defectos de la juventud que por problemas de la vejez; pues una juventud entregada a los placeres, junto con la falta de moderación, entrega a la senectud un cuerpo agotado”. Por tanto, sólo una persona mayor sin importantes problemas de salud podrá saborear los placeres del descanso, de los viajes, de los nietos, del tan preciado tiempo libre. Pues habrá alcanzado en este caso la ansiada corona de la olimpiada de la vida.

Socioculturalmente, el papel de las personas mayores ha variado según épocas y según sociedades. Por ejemplo, en las sociedades nómadas la persona mayor era una carga, puesto que la supervivencia individual estaba subordinada a la del grupo, y la situación de los más débiles estaba condicionada por los recursos de alimentos disponibles. Por ello, en las antiguas culturas solamente los más fuertes, que eran pocos, sobrevivían hasta edades avanzadas. En cambio, en las sociedades sedentarias agrícola-ganaderas, al estar la subsistencia más o menos asegurada, había un número mayor de ancianos a quienes se les solía encomendar tares adaptadas a sus fuerzas, como velar por la supervivencia del grupo. Y, de esta manera, al ser los individuos más experimentados del grupo, cumplían la función de transmisión oral de conocimientos, lo que les granjeaba el respeto y la admiración de todos. Así fue como, en las sociedades más avanzadas y organizadas, llegó a constituirse el consejo de ancianos. Por el contrario, en la sociedad actual, más individualista y consumista, en la que todo se mide en términos de productividad, los mayores, salvo honrosas excepciones, no están reconocidos como símbolo de experiencia entre los jóvenes, sino como personas cuyo ciclo productivo terminó y cuyo cuidado se asume muchas veces como una carga.

Pero este juicio no parece ser acertado ni exacto. Pues hoy más de las dos terceras partes de las personas mayores de 60 años viven de forma completamente autónomas y cumplen funciones relevantes y rentables socialmente.

Nuestros mayores también tienen un tiempo y un espacio en esta sociedad naciente. Es cierto que parece sobrevalorarse la productividad y la rentabilidad. Pues, por un lado se apuesta decididamente por la juventud y se exaltan sus valores de belleza, independencia, rentabilidad y productividad. Y, por el otro, se rechazan los de la vejez como sinónimos de decrepitud, dependencia, no rentabilidad e improductividad. Pero sería injusto y una ingratitud no matizar estas afirmaciones. Porque, en la realidad hay muchas personas mayores con autonomía personal que son totalmente rentables a esta sociedad incipiente, útiles a sus familias y muy necesarias para asegurar la interacción generacional.

En suma, tanto biológica como socio-culturalmente, las personas mayores constituyen un eslabón necesario en esta evolución del ser humano por el solo hecho de haber coronado la experiencia vital.

 

                                                                                                     Ramón Sarmiento

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